La música, el oleaje de los frágiles sueños,
el epitafio de la tarde, el hosco
acontecer de algún milagro herido,
se vuelven instrumentos del domingo culpable.
Puedo afirmar que vivo
porque he aprendido el límite del aire,
el fugaz desenlace del deshielo.
Porque hoy el mundo amaneció de cobre
y las horas llegaron a su término.
Sobre la paz de este final,
de este río que prosigue para aumentar su muerte,
cada hora es el cadáver de otra hora abolida.
Alejado del tenue resplandor
este día fluye hacia ninguna parte.
Entre la tarde y sus minutos nómadas
el tiempo abre las alas
con mansedumbre y odio de paloma y pantera.
¿Cómo atajar la sombra que nos hiere y nos cava
si nada permanece,
si todo nos fue dado
como tributo o dualidad del polvo?
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