domingo, 29 de mayo de 2016

Blind Faith - Blind Faith




Tras la conflictiva separación de The Cream, Eric Clapton forma junto con Steve Winwood esta súper banda que duró 7 meses. Ellos dos, junto con Ginger Baker y Rick Grech graban en 1969 el que sería su único disco  con joyas como el delicioso blues  "Had to Cry Today", o el magnífico  "Can't Find My Way Home". Clapton aportaba un muy buen tema llamado "Presence of the Lord" y en  "Sea of Joy", Winwood recuerda sus viejos tiempos de Traffic. El disco termina con una sesión de improvisación de "Do What You Like", que en sus casi 15 minutos de duración muestra el esplendor de los músicos de la banda.

La portada original del álbum mostraba a una joven con el torso desnudo y un avión en las manos. Como era de esperarse, la fotografía fue censurada en las subsecuentes ediciones del disco.


Pero dejémonos de datos. Mejor abramos las puertas del delirio y ¡que suene Blind Faith!

miércoles, 25 de mayo de 2016

La suerte de Teodoro Méndez Acubal - Rosario Castellanos

Al caminar por las calles de Jobel (con los párpados bajos como correspondía a la humildad de su persona) Teodoro Méndez Acubal encontró una moneda. Semicubierta por las basuras del suelo, sucia de lodo, opaca por el uso, había pasado inadvertida para los caxlanes. Porque los caxlanes andan con la cabeza en alto. Por orgullo, avizorando desde lejos los importantes negocios que los reclaman.
Teodoro se detuvo, más por incredulidad que por codicia. Arrodillado, con el pretexto de asegurar las correas de uno de sus caites, esperó a que ninguno lo observase para recoger su hallazgo. Precipitadamente lo escondió entre las vueltas de su faja.
Volvió a ponerse de pie, tambaleante, pues lo había tomado una especie de mareo: flojedad en las coyunturas, sequedad en la boca, la visión turbia como si sus entrañas estuvieran latiendo enmedio de las cejas.
Dando tumbos de lado a lado, lo mismo que los ebrios, Teodoro echó a andar. En más de una ocasión los transeúntes lo empujaban para impedir que los atropellase. Pero el ánimo de Teodoro estaba excesivamente turbado como para cuidar de lo que sucedía en torno suyo. La moneda, oculta entre los pliegues del cinturón, lo había convertido en otro hombre. Un hombre más fuerte que antes, es verdad. Pero también más temeroso.
Se apartó un tanto de la vereda por la que regresaba a su paraje y se sentó “sobre el tronco de un árbol. ¿Y si todo no hubiera sido más que un sueño? Pálido de ansiedad, Teodoro se llevó las manos al cinturón. Sí, allí estaba, dura, redonda, la moneda. Teodoro la desenvolvió, la humedeció con saliva y vaho, la frotó contra la tela de su ropa. Sobre el metal (plata debía de ser, a juzgar por su blancura) aparecieron las líneas de un perfil. Soberbio. Y alrededor letras, números, signos. Sopesándola, mordiéndola, haciéndola que tintinease, Teodoro pudo —al fin— calcular su valor.
De modo que ahora, por un golpe de suerte, se había vuelto rico. Más que si fuera dueño de un rebaño de ovejas, más que si poseyese una enorme extensión de milpas. Era tan rico corno… como un caxián. Y Teodoro se asombró de que el calor de su piel siguiera siendo el mismo.
Las imágenes de la gente de su familia (la mujer, los tres hijos, los padres ancianos) quisieron insinuarse en las ensoñaciones de Teodoro. Pero las desechó con un ademán de disgusto. No tenía por qué participar a nadie su hallazgo ni mucho menos compartirlo. Trabajaba para mantener la casa. Eso está bien, es costumbre, es obligación. Pero lo demás, lo de la suerte, era suyo. Exclusivamente suyo.
Así que cuando Teodoro llegó a su jacal y se sentó junto al rescoldo para comer, no dijo nada. Su silencio le producía vergüenza, como si callar fuera burlarse de los otros. Y como un castigo inmediato crecía, junto a la vergüenza, una sensación de soledad. Teodoro era un hombre aparte, amordazado por un secreto. Y se angustiaba con un malestar físico, un calambre en el estómago, un escalofrío en los tuétanos. ¿Por qué sufrir así? Era suficiente una palabra y aquel dolor se desvanecería. Para obligarse a no pronunciarla Teodoro palpó, a través del tejido del cinturón, el bulto que hacía el metal.
Durante la noche, desvelado, se dijo: ¿qué compraré? Porque jamás, hasta ahora, había deseado tener cosas. Estaba tan convencido de que no le pertenecían que pasaba junto a ellas sin curiosidad, sin avidez. Y ahora no iba a antojársele pensar en lo necesario, manta, machetes, sombreros. No. Eso se compra con lo que se gana. Pero Méndez Acubal no había ganado esta moneda. Era su suerte, era un regalo. Se la dieron para que jugara con ella, para que la perdiera, para que se proporcionara algo inútil y hermoso.
Teodoro no sabía nada acerca de precios. A partir de su siguiente viaje a »bel empezó a fijarse en los tratos entre marchantes. Ambos parecían calmosos. Afectando uno, ya falta de interés, otro, ya deseo de complacencia, hablaban de reales, de tostones, de libras, de varas. De más cosas aún, que giraban vertiginosamente alrededor de la cabeza de Teodoro sin dejarse atrapar.
Fatigado, Teodoro no quiso seguir arguyendo más y se abandonó a una convicción deliciosa: la de que a cambio de la moneda de plata podía adquirir lo que quisiera.
Pasaron meses antes de que Méndez Acubal hubiese hecho su elección irrevocable. Era una figura de pasta, la estatuilla de una virgen. Fue también un hallazgo, porque la figura yacía entre el hacinamiento de objetos que decoraban el escaparate de una tienda. Desde esa ocasión Teodoro la rondaba como un enamorado. Pasaban horas y horas. Y siempre él, como un centinela, allí, junto a los vidrios.
Don Agustín Velasco, el comerciante, vigilaba con sus astutos y pequeños ojos (ojos de marticuil, como decía, entre mimos, su madre) desde el interior de la tienda.
Aun antes de que Teodoro adquiriese la costumbre de apostarse ante la fachada del establecimiento, sus facciones habían llamado la atención de don Agustín. A ningún ladino se le pierde la cara de un chamula cuando lo ha visto caminar sobre las aceras (reservadas para los caxlanes) y menos cuando camina con lentitud Como quien va de paseo. No era usual que esto sucediese y don Agustín ni siquiera lo habría considerado posible. Pero ahora tuvo que admitir que las cosas podían llegar más lejos: que un indio era capaz de atreverse también a pararse ante una vitrina y contemplar lo que allí se exhibe no sólo con el aplomo del que sabe apreciar, sino con la suficiencia, un poco insolente, del comprador.
El flaco y amarillento rostro de don Agustín se arrugó en una mueca de desprecio. Que un indio adquiera en la Calle Real de Guadalupe velas para sus santos, aguardiente para sus fiestas, aperos para su trabajo, está bien. La gente que trafica con ellos no tiene sangre ni apellidos ilustres, no ha heredado fortunas y le corresponde ejercer un oficio vil. Que un indio entre en una botica para solicitar polvos de pezuña de la gran bestia, aceite guapo, unturas milagrosas, puede tolerarse. Al fin y al cabo los boticarios pertenecen a familias de medio pelo, que quisieran alzarse y alternar con las mejores y por eso es bueno que los indios los humillen frecuentando sus expendios.
Pero que un indio se vuelva de piedra frente a una joyería… Y no cualquier joyería, sino la de don Agustín Velasco, uno de los descendientes de los conquistadores, bien recibido en los mejores círculos, apreciado por sus colegas, era —por lo menos— inexplicable. A menos que…
Una sospecha comenzó a angustiarle. ¿Y si la audacia de este chamula se apoyaba en la fuerza de su tribu? No sería la primera vez, reconoció el comerciante con amargura. Rumores, ¿dónde había oído él rumores de sublevación? Rápidamente don Agustín repasó los sitios que había visitado durante los últimos días: el Palacio Episcopal, el Casino, la tertulia de doña Romelia Ochoa.
¡Qué estupidez! Don Agustín sonrió con una condescendiente burla de sí mismo. Cuánta razón tenía Su Ilustrísima, don Manuel Oropeza, cuando afirmaba que no hay pecado sin castigo. Y don Agustín, que no tenía afición por la copa ni por el tabaco, que había guardado rigurosamente la continencia, era esclavo de un vicio: la conversación.
Furtivo, acechaba los diálogos en los portales, en el mercado, en la misma Catedral. Don Agustín era el primero en enterarse de los chismes, en adivinar los escándalos y se desvivía por recibir confidencias, por ser depositario de secretos y servir intrigas. Y en las noches, después de la cena (el chocolate bien espeso con el que su madre lo premiaba de las fatigas y preocupaciones cotidianas), don Agustín asistía puntualmente a alguna pequeña reunión. Allí se charlaba, se contaban historias. De noviazgos, de pleitos por cuestiones de herencias, de súbitas e inexplicables fortunas, de duelos. Durante varias noches la plática había girado en torno de un tema: las sublevaciones de los indios. Todos los presentes habían sido testigos, víctimas, combatientes y vencedores de alguna. Recordaban detalles de los que habían sido protagonistas. Imágenes terribles que echaban a temblar a don Agustín: quince mil chamulas en pie de guerra, sitiando Ciudad Real. Las fincas saqueadas, los hombres asesinados, las mujeres (no, no, hay que ahuyentar estos malos pensamientos) las mujeres… en fin, violadas.
La victoria se inclinaba siempre del lado de los caxlanes (otra cosa hubiera sido inconcebible), pero a cambio de cuán enormes sacrificios, de qué cuantiosas pérdidas.
¿Sirve de algo la experiencia? A juzgar por ese indio parado ante el escaparate de su joyería, don Agustín decidió que no. Los habitantes de Ciudad Real, absortos en sus tareas de intereses cotidianos, olvidaban el pasado, que debía servirles de lección, y vivían como si no los amenazara ningún peligro. Don Agustín se horrorizó de tal inconciencia. La seguridad de su vida era tan frágil que había bastado la cara de un chamula, vista al través de un cristal, para hacerla añicos.
Don Agustín volvió a mirar a la calle con la inconfesada esperanza de que la figura de aquel indio ya no estuviera allí. Pero Méndez Acubal permanecía aún, inmóvil, atento.
Los transeúntes pasaban junto a él sin dar señales de alarma ni de extrañeza. Esto (y los rumores pacíficos que llegaban del fondo de la casa) devolvieron la tranquilidad a don Agustín. Ahora su espanto no encontraba justificación. Los sucesos de Cancuc, el asedio de Pedro Díaz Cuscat a Jobel, las amenazas del Pajarito, no podían repetirse. Eran otros tiempos, más seguros para la gente decente.
Y además, ¿quién iba a proporcionar armas, quién iba a acaudillar a los rebeldes? El indio que estaba aquí; aplastando la nariz contra la vidriera de la joyería, estaba solo. Y si se sobrepasaba nadie más que los coletos tenían la culpa. Ninguno estaba obligado a respetarlos si ellos mismos no se daban a respetar. Don Agustín desaprobó la conducta de sus coterráneos como si hubiera sido traicionado por ellos.
—Dicen que algunos, muy pocos con el favor de Dios, llegan hasta el punto de dar la mano a los indios. ¡A los indios, una raza de ladrones!
El calificativo cobraba en la boca de don Agustín una peculiar fuerza injuriosa. No únicamente por el sentido de la propiedad, tan desarrollado en él como en cualquiera de su profesión, sino por una circunstancia especial.
Don Agustín no tenía la franqueza de admitirlo, pero lo atormentaba la sospecha de que era un inútil. Y lo que es peor aún, su madre se la confirmaba de muchas maneras. Su actitud ante este hijo único (hijo de Santa Ana, decía), nacido cuando ya era más un estorbo que un consuelo, era de cristiana resignación. El niño —su madre y las criadas seguían llamándolo así a pesar de que don Agustín había sobrepasado la cuarentena— era muy tímido, muy apocado, muy sin iniciativa. ¡Cuántas oportunidades de realizar buenos negocios se le habían ido de entre las manos! ¡Y cuántas, de las que él consideró como tales, no resultaron a la postre más que fracasos! La fortuna de los Velascos había venido mermando considerablemente desde que don Agustín llevaba las riendas de los asuntos. Y en cuanto al prestigio de la firma, se sostenía a duras penas, gracias al respeto que en todos logró infundir el difunto a quien madre e hijo guardaban todavía luto.
¿Pero qué podía esperarse de un apulismado, de un “niño viejo”? La madre de don Agustín movía la cabeza suspirando. Y redoblaba los halagos, las condescendencias, los mimos, pues éste era su modo de sentir desdén.
Por instinto, el comerciante supo que tenía frente a sí la ocasión de demostrar a los demás, a sí mismo, su valor. Su celo, su perspicacia, resultarían evidentes para todos. Y una simple palabra —ladrón— le había proporcionado la clave: el hombre que aplastaba su nariz contra el cristal de su joyería era un ladrón. No cabía duda. Por lo demás el caso era muy común. Don Agustín recordaba innumerables anécdotas de raterías y aun de hurtos mayores atribuidos a los indios.
Satisfecho de sus deducciones don Agustín no se conformó con apercibirse a la defensa. Su sentido de la solidaridad de raza, de clase y de profesión, le obligó a comunicar sus recelos a otros comerciantes y juntos ocurrieron a la policía. El vecindario estaba sobre aviso gracias a la diligencia de don Agustín.
Pero el suscitador de aquellas precauciones se perdió de vista durante algún tiempo. Al cabo de las semanas volvió a aparecer en el sitio de costumbre y en la misma actitud: haciendo guardia. Porque Teodoro no se atrevía a entrar. Ningún chamula había intentado nunca osadía semejante. Si él se arriesgase a ser el primero seguramente lo arrojarían a la calle antes de que uno de sus piojos ensuciara la habitación. Pero, poniéndose en la remota posibilidad de que no lo expulsasen, si le permitían permanecer en el interior de la tienda el tiempo suficiente para hablar, Teodoro no habría sabido exponer sus deseos. No entendía, no hablaba castilla. Para que se le destaparan las orejas, para que se le soltara la lengua, había estado bebiendo aceite guapo. El licor le había infundido una sensación de poder. La sangre corría, caliente y rápida, por sus venas. La facilidad movía sus músculos, dictaba sus acciones. Como en sueños traspasó el umbral de la joyería. Pero el frío y la humedad, el tufo de aire encerrado y quieto, le hicieron volver en sí con un sobresalto de terror. Desde un estuche lo fulminaba el ojo de un diamante.
—¿Qué se te ofrece, chamulita? ¿Qué se te ofrece?
Con las repeticiones don Agustín procuraba ganar tiempo. A tientas buscaba su pistola dentro del primer cajón del mostrador. El silencio del indio lo asustó más que ninguna amenaza. No se atrevía a alzar la vista hasta que tuvo el arma en la mano.
Encontró una mirada que lo paralizó. Una mirada de sorpresa, de reproche. ¿Por qué lo miraban así? Don Agustín no era culpable. Era un hombre honrado, nunca había hecho daño a nadie. ¡Y sería la primera víctima de estos indios que de pronto se habían constituido en jueces! Aquí estaba ya el verdugo, con el pie a punto de avanzar, con los dedos hurgando entre los pliegues del cinturón, prontos a extraer quién sabe qué instrumento de exterminio.
Don Agustín tenía empuñada la pistola, pero no era capaz de dispararla. Gritó pidiendo socorro a los gendarmes.
Cuando Teodoro quiso huir no pudo, porque el gentío se había aglomerado en las puertas de la tienda cortándole la retirada. Vociferaciones, gestos, rostros iracundos. Los gendarmes sacudían al indio, hacían preguntas, lo registraban. Cuando la moneda de plata aparció entre los pliegues de su faja, un alarido de triunfo enardecía a la multitud. Don Agustín hacía ademanes vehementes mostrando la moneda. Los gritos le hinchaban el cuello.
—¡Ladrón! ¡Ladrón!
Teodoro Méndez Acubal fue llevado a la cárcel. Como la acusación que pesaba sobre él era muy común, ninguno de los funcionarios se dio prisa por conocer su causa. El expediente se volvió amarillo en los estantes de la delegación.

jueves, 19 de mayo de 2016

La identidad - Elena Poniatowska

Yo venía cansado. Mis botas estaban cubiertas de lodo y las arrastraba como si fueran féretros. La mochila se me encajaba en la espalda, pesada. Había caminado mucho, tanto que lo hacía como un animal que se defiende. Pasó un campesino en su carreta y se detuvo. Me dijo que subiera. Con trabajo me senté a su lado. Calaba frío. Tenía la boca seca, agrietada en la comisura de los labios; la saliva se me había hecho pastosa. Las ruedas se hundían en la tierra dando vuelta lentamente. Pensé que debía hacer el esfuerzo de girar como las ruedas y empecé a balbucear unas cuantas palabras. Pocas. Él contestaba por no dejar y seguimos con una gran paciencia, con la misma paciencia de la mula que nos jalaba por los derrumbaderos, con la paciencia del mismo camino, seco y vencido, polvoroso y viejo, hilvanando palabras cerradas como semillas, mientras el aire se enrarecía porque íbamos de subida –casi siempre se va de subida-, hablamos, no sé, del hambre, de la sed, de la montaña, del tiempo, sin mirarnos siquiera. Y de pronto, en medio de la tosquedad de nuestras ropas sucias, malolientes, el uno junto al otro, algo nos atravesó blanco y dulce, una tregua transparente. Y nos comunicamos cosas inesperadas, cosas sencillas, como cuando aparece a lo largo de una jornada gris un espacio tierno y verde, como cuando se llega a un claro en el bosque. Yo era forastero y sólo pronuncié unas cuantas palabras que saqué de mi mochila, pero eran como las suyas y nada más las cambiamos unas por otras. Él se entusiasmó, me miraba a los ojos, y bruscamente los árboles rompieron el silencio. “Sabe, pronto saldrá el agua de las hendiduras”. “No es malo vivir en la altura. Lo malo es bajar al pueblo a echarse un trago porque luego allá andan las viejas calientes. Después es más difícil volver a remontarse, no más acordándose de ellas”… Dijimos que se iba a quitar el frío, que allá lejos estaban los nubarrones empujándolo y que la cosecha podía ser buena. Caían nuestras palabras como gruesos terrones, como varas resecas, pero nos entendíamos.
Llegamos al pueblo donde estaba el único mesón. Cuando bajé de la carreta empezó a buscarse en todos los bolsillos, a vaciarlos, a voltearlos al revés, inquieto, ansioso, reteniéndome con los ojos: “¿Qué le regalaré? ¿qué le regalo? Le quiero hacer un regalo…” Buscaba a su alrededor, esperanzado, mirando el cielo, mirando el campo. Hurgoneó de nuevo en su vestido de miseria, en su pantalón tieso, jaspeado de mugre, en su saco usado, amoldado ya a su cuerpo, para encontrar el regalo. Miró hacia arriba, con una mirada circular que quería abarcar el universo entero. El mundo permanecía remoto, lejano, indiferente. Y de pronto todas las arrugas de su rostro ennegrecido, todos esos surcos escarbados de sol a sol, me sonrieron. Todos los gallos del mundo habían pisoteado su cara, llenándola de patas. Extrajo avergonzado un papelito de no sé dónde, se sentó nuevamente en la carreta y apoyando su gruesa mano sobre las rodillas tartamudeó:
-Ya sé, le voy a regalar mi nombre.

De noche vienes (1979)

domingo, 15 de mayo de 2016

La noche que lo dejaron solo - Juan Rulfo

-¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante-. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
-Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron.
Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente.
Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.
"Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán." También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.
Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.
Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.
Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: "De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de día". Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y eso sería lo peor.
-¿Lo peor para quién?
Ahora el sueño le hacía hablar. "Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso."
Se detuvo con los ojos cerrados. "Es mucho -dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena". En seguida gritó: "¿Dónde andan?"
Y casi en secreto: "Váyanse, pues. ¡Váyanse!"
Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: "Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas."
Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo.

Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras.
"Está oscureciendo", pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: "Buenos días", le dijeron. Pero él no contestó.
Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían dicho.
Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.
Le parecía oír a los arrieros que decían: "Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas."
Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que "encumbrar, rodear la meseta y luego bajar". Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
"Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente", pensó.
Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
"Obre Dios", decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.
Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: "¡Buenos días!" Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: "Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí."
De pronto se quedó quieto.
"¡Cristo!", dijo. Y ya iba a gritar: "¡Viva Cristo Rey!", pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago.
Arriba de él, oyó que alguien decía:
-¿Qué esperan para descolgar a ésos?
-Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.
-¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.
-No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.
-Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo.
Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.
Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.