Para nadie es un secreto: Me topé con su fantasma. Se me nota al
hablar, al discutir, al dialogar. Mis palabras pueden sonar a lo mismo, pero
tienen otro sentido, provienen de otro lugar.
Y es que he comprendido que no basta con
llevarlo en la playera o en la gorra, donde desgraciadamente hoy descansa su
mito. No basta con consumirlo. Por el contrario, hay que llevarlo en la
voluntad inquebrantable, en el espiritu indomable, en la indignación por la
injusticia. Hay que aprenderle su amor a la lectura, al conocimiento al
servicio de todos, a la poesía, a la literatura. Hay que seguir su ejemplo de
respeto al género humano y su conciencia clara de igualdad entre los hombres.
En una época carente de valores y de
ideas, donde la política se vuelve la práctica de sublimar los intereses
propios a costa de los estados y de enriquecer los bolsillos a costa de los
pueblos, no está de más recurrir a su carácter sobrio y desinteresado. En una
época donde el poder no se ejerce con dignidad e inteligencia, sino con
atropellos y abusos, no está de más recurrir a su irreverencia, a su
revolución.
Cuando lo que nos falta son ideales y lo
que nos sobra son desencantos, hay que recuperarlo en todos los sentidos, con
su estilo desenfadado y su carácter romántico, vagabundo, idealista, aventurero
e igualitario.
Me topé con su fantasma porque, desde la
loca parafernalia de la sociedad industrial, nos vigila. Porque más allá de
toda parafernalia retorna y en era de naufragios es nuestro santo laico. Porque
casi cuarenta años después de su muerte, su imagen cruza generaciones y su mito
pasa correteando en medio de los delirios de grandeza del neoliberalismo.
Irreverente, burlón, terco, moralmente terco, inolvidable.
Me topé con su fantasma. Con el fantasma
del Che.
Hasta la victoria siempre.
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