jueves, 12 de abril de 2012

Yo soy la morsa


 Siempre le gustaron las librerías de viejo. El inconfundible olor a guardado y el singular caos que guardan hacían que su mente enfrentara los conceptos fundamentales del universo ordenado y sistemático de la Biblioteca de Babel. No sólo le movía la infinita emoción que le generaba hurgar en cada pila, sino la certeza de que en alguna de ellas el caótico cosmos le entregaría en sus manos el libro de todos los libros, el cuento de todos los cuentos.

Aquella noche el Señor Mostaza despertó de cara a un libro. Sin saber siquiera donde estaba, volteó la mirada hacia donde el reloj marcaba las nueve con veinte. -He perdido mucho tiempo-, se reclamó a sí mismo. Buscaba desde hacía varios días un Tratado Fundamental de Budismo, una edición extraña (de un autor aún más) que el encargado juraba haber recibido meses atrás.

Habían pasado muchas noches desde que Niebla le hizo pensar que los personajes de las novelas conviven con los llamados seres reales cuando en algún febril momento la realidad se funde con la fantasía. Mostaza se divertía pensando que, en todo caso, no se puede saber quien es más real, si Augusto Pérez o Unamuno o si Juan Dahlmann o Borges. Esa noche estaba dispuesto a comprenderlo: el ki y la posibilidad de que un hombre sea todos los hombres a la vez (“I am he as you are he as you are me and we are all together...”)

Pasó la noche concentrado en su búsqueda frenética. Encontró el ki en el Tratado Fundamental de Budismo. Encontró que en Uqbar todos los cuentos son un solo cuento contado de mil y una formas. Supo por El Inmortal que Borges pudo ser Homero y que cualquier ciego puede ser Borges. Convencido de que el cosmos no podía engañarle y de que era posible cruzar el umbral de la realidad, tomó asiento, abrazó el libro que le había desvelado y repitió para sí: yo soy la morsa, yo soy la morsa, yo soy la morsa...

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