Ser mecenas no es cosa fácil. Apostarle al arte por el arte
mismo sin esperar otra cosa que la satisfacción proveniente de los aplausos al artista
es algo incomprensible para la mente mundana.
Ser mecenas de una obra censurada hace 160 años parece
necedad, error o pecado. Debe ser el mismísimo Satán empuñando a su antojo los
hilos que mueven las voluntades y los caprichos del alma. Alma sutilmente
enferma de tedio y decepción por lo vacuo del internet y lo efímero de su
expresión. Los caprichos de un mecenas, diría Gómez de Rueda.
La felicidad de los malos saca del subconsciente colectivo
los poemas censurados de Baudelaire en Las flores del mal y los traduce, los
reinterpreta y sobre todo, los siente (conditio sine qua non para poder
transmitir emociones). Pero no solo eso: hace una fiesta de imágenes, sonidos y
voces que a la manera del Teatro Pánico los transforma en entes vivos,
orgánicos, íntimos y dotados de personalidad propia.
El artista hizo su trabajo. El mecenas el suyo. Al lector le
queda la mejor parte: revolcarse en el placer o en el dolor o en el pecado que el
arte produce. ¡Revuélquese pues hipócrita lector! mi semejante, mi hermano.
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