El titular no podía ser más triste para quienes pasamos
ratos magníficos en esos establecimientos: “Cada día cierran dos librerías en
España”. El reportaje de Winston Manrique incrementaba la desolación: en 2014
se abrieron 226, pero se cerraron 912, sobre todo de pequeño y mediano tamaño.
Las ventas han descendido un 18% en tres años, pasándose de una facturación
global de 870 millones a una de 707. La primera reacción, optimista por
necesidad, es pensar que bueno, que quizá la gente compra los libros en las
grandes superficies, o en formato electrónico, aunque aquí ya sabemos que los
españoles son adictos a la piratería, es decir, al robo. Nadie que piratee
contenidos culturales debería tener derecho a indignarse ni escandalizarse por
el latrocinio a gran escala de políticos y empresarios. “¡Chorizos de mierda!”,
exclaman muchos individuos al leer o ver las noticias, mientras con un dedo
hacen clic para choricear su serie favorita, o una película, o una canción, o
una novela. “Quiero leerla sin pagar un céntimo”, se dicen. O a veces ni eso:
“Quiero tenerla, aunque no vaya a leerla; quiero tenerla sin soltar una perra:
la cultura debería ser gratis”.
Pero el reportaje recordaba otro dato: el 55% no lee nunca o
sólo a veces. Y un buen porcentaje de esa gente no buscaba pretextos (“Me falta
tiempo”), sino que admitía con desparpajo: “No me gusta o no me interesa”.
Alguien a quien no le gusta o no le interesa leer es alguien, por fuerza, a
quien le trae sin cuidado saber por qué está en el mundo y por qué diablos hay
mundo; por qué hay algo en vez de nada, que sería lo más lógico y sencillo; qué
ha pasado en la tierra antes de que él llegara y qué puede pasar tras su
desaparición; cómo es que él ha nacido mientras tantos otros no lo hicieron o
se malograron antes de poder leer nada; por qué, si vive, ha de morir algún
día; qué han creído los hombres que puede haber tras la muerte, si es que hay
algo; cómo se formó el universo y por qué la raza humana ha perdurado pese a
las guerras, hambrunas y plagas; por qué pensamos, por qué sentimos y somos
capaces de analizar y describir esos sentimientos, en vez de limitarnos a
experimentarlos.
A ese individuo no le provoca la menor curiosidad que exista
el lenguaje y haya alcanzado una precisión y una sutileza tan extraordinarias
como para poder nombrarlo todo, desde la pieza más minúscula de un instrumento
hasta el más volátil estado de ánimo; tampoco que haya innumerables lenguas en
lugar de una sola, común a todos, como sería también lo más lógico y sencillo;
no le importa en absoluto la historia, es decir, por qué las cosas y los países
son como son y no de otro modo; ni la ciencia, ni los descubrimientos, ni las
exploraciones y la infinita variedad del planeta; no le interesa la geografía,
ni siquiera saber dónde está cada continente; si es creyente, le trae al fresco
enterarse de por qué cree en el dios en que cree, o por qué obedece
determinadas leyes y mandamientos, y no otros distintos. Es un primitivo en
todos los sentidos de la palabra: acepta estar en el mundo que le ha tocado en
suerte como un animal –tipo gallina–, y pasar por la tierra como un leño, sin
intentar comprender nada de nada. Come, juega y folla si puede, más o menos es
todo.
Tal vez haya hoy muchas personas que crean que cualquier
cosa la averiguarán en Internet, que ahí están los datos. Pero “ahí” están
equivocados a menudo, y además sólo suele haber eso, datos someros y
superficiales. Es en los libros donde los misterios se cuentan, se muestran, se
explican en la medida de lo posible, donde uno los ve desarrollarse e
iluminarse, se trate de un hallazgo científico, del curso de una batalla o de
las especulaciones de las mentes más sabias. Es en ellos donde uno encuentra la
prosa y el verso más elevados y perfeccionados, son ellos los que ayudan a
comprender, o a vislumbrar lo incomprensible. Son los que permiten vivir lo que
está sepultado por siglos, como La caída de Constantinopla 1453 del historiador
Steven Runciman, que nos hace seguir con apasionamiento y zozobra unos hechos
cuyo final ya conocemos y que además no nos conciernen. Y son los que nos dan a
conocer no sólo lo que ha sucedido, sino también lo que no, que con frecuencia
se nos aparece como más vívido y verdadero que lo acaecido. Al que no le gusta
o interesa leer jamás le llegará la emoción de enfrascarse en El Conde de
Montecristo o en Historia de dos ciudades, por mencionar dos obras que no serán
las mejores, pero se cuentan entre las más absorbentes desde hace más de siglo
y medio. Tampoco sabrá qué pensaron y dijeron Montaigne y Shakespeare, Platón y
Proust, Eliot, Rilke y tantos otros. No sentirá ninguna curiosidad por tantos
acontecimientos que la provocan en cuanto uno se entera de ellos, como los
relatados por Simon Leys en Los náufragos del “Batavia”, allá en el lejanísimo
1629. De hecho ignora que casi todo resulta interesante y aun hipnotizante,
cuando se sumerge uno en las páginas afortunadas. Es sorprendente –y también
muy deprimente– que un 55% de nuestros compatriotas estén dispuestos a pasar
por la vida como si fueran percebes; o quizá ni eso: una lechuga; o ni
siquiera: un taburete.
Por Javier Marías
Tomado de elpaissemanal@elpais.es
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