– Cuando la Banda de Moebius se esconde en ella misma, surge
la Botella de Klein… ¿La ves?
Quedé perplejo y salí por tangente literaria:
– Es el procedimiento de Kafka, según la ley de Roberto
Wilcock: sacarse de la cabeza un objeto, escamotearlo y seguir hablando sobre
él…
El doctor Garfias estaba presente.
– A propósito de cabeza, no se la quiebre usted, que al fin
y al cabo la botella es de vidrio. La inventaron los alquimistas. Creo que fue
Jehan Brodel, denunciado a la Inquisición por sus vecinos de la calle del Pot
de Fer ¿se acuerda usted?. El cuerpo infame sin principio ni fin era la imagen
blasfematoria de Dios. Fue destruido el original y los dibujos previos también.
Pero la cosa llegó si no a los ojos, a los oídos del Bosco, que pintaba de
memoria: allí está el ámpula, la burbuja de jabón que encierra a los amantes en
el Jardín de las Delicias…
Ludlow llegó en ese momento con envoltorio sospechoso y
sonrisa feliz. Había alcanzado a oír las palabras de Garfias y enlazó los
puntos suspensivos:
– … la botella figura también dentro de la tradición
castellana. Es el fracaso del Marqués de Villena citado por Quevedo y por Vélez
de Guevara. Es la redoma que encerraba al Homúnculo, el feto infernal, el niño
que no necesita madre para nacer…
Mis tres doctores en física, topología y lógica matemática
me acorralaron en una superficie collado sin pies ni cabeza. Hicieron y
deshicieron nudos imaginarios y reales con cuerdas y palabras. Yo dije,
recordando a Rafael, que el collado se parece al fuste de una silla de montar y
que los artesanos de Colima trazan la superficie sobre pergaminos como Dios les
da a entender sirviéndose de patrones heredados. Se rieron. Jorge Ludlow
desenvolvió su paquete.
– ¿Quería una Botella de Klein?
No paso a creerlo. Siguiendo indicaciones precisas, los
diseñadores y obreros de la casa Pyrex, especializada en materiales
refractarios, me hicieron el capricho. No paso a creerlo. Después de muchas
tentativas, aquí está el milagro físico sin interior ni exterior, perfectamente
soplado y sin defecto.
Ahora estoy sólo frente al objeto irracional, llenándolo con
mis ojos antes de ponerle tinto de Borgoña. Aquí está sobre mi mesa de
¿trabajo? la Botella de Klein que busqué por más de veinte años de ¿trabajo?
Mi mente trabajada no puede más, siguiendo las curvas del
palindroma de cristal. ¿Eres un cisne que se hunde el cuello en el pecho y se
atraviesa para abrir el pico por la cola? Me emborracho mentalmente gota a gota
con la clepsidra que llueve lentamente sus monosílabos de espacio y tiempo.
Mojo la pluma en ese falso tintero y escribo sin mano una por una las
definiciones inútiles: signos de interrogación estatuaria. Trompa gigante de
Falopio. Corno de caza que me da el toque de atención al silencio, cuerno de la
abundancia vacía, cornucopia rebosante de nada… Víscera dura que desdice la
vida diciendo soy útero y falo, la boca que dice estas cosas: soy tu yo de
narciso inclinado a su lirio, tu dentro y tu fuera, abierto y cerrado, tu
liberación y tu cárcel, no bajes los ojos ¡mírame!
Pero ya no puedo mirar porque la cabeza se me fue a las
entrañas, ¿porque los topólogos no trabajan con vísceras y desarrollan hígados,
riñones y asas intestinales en vez de nudos y toros? Se lo voy a proponer si
despierto mañana.
Por ahora empuño la Botella de Klein. La empuñas, pero no la
empinas. ¿Cómo puedo beber al revés? Tienes miedo en pie como falso suicida,
jugando metafísico el peligroso juguete en tus manos, revólver de vidrio y vaso
de veneno… Porque tienes miedo de beberte hasta el fondo, miedo de saber a qué
sabe tu muerte, mientras te crece en la boca el sabor, la sal del dormido que
reside en la tierra…
Contenido en Palindroma de Juan José Arreola
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