EL ORO DE LOS BEATLES
Por Antonio Muñoz Molina
María Kodama ha contado que durante uno de los viajes transoceánicos que hizo con Borges iba distrayendo el tedio de las horas en avión con un walkman en el que sonaban canciones de los Beatles, y que Borges, sintiendo curiosidad por aquella música que para él debía de ser más exótica que las sagas islandesas, le pidió que le prestara los auriculares, y permaneció un rato moviendo la cabeza como si asintiera, escuchando por primera y seguramente por última vez en su vida “She loves you” y “Help!” y “Love me “do y “A hard day’s night”, primero con la expresión de estupor con que un hombre del siglo XIX que viajara en la máquina del tiempo de Wells escucharía la música de finales del siglo XX, y luego con un aire de creciente interés, de deferencia, de gradual aprobación. Cuando la cinta llegó al final y saltó el mecanismo del walkman Borges se quedó quieto, sin quitarse los auriculares todavía, sonriendo con aquella mirada de ciego que ve luces amarillas y sombras, y María Kodama le preguntó qué le había parecido aquella música. —Trivial, pero maravillosa —dijo Borges.
Es posible que nadie haya ofrecido una descripción más exacta y más breve. Las canciones de los Beatles son triviales porque la trivialidad es una de las materias primas de la música pop, tan definitiva como el ritmo y la melodía, del mismo modo que las imágenes publicitarias son siempre una materia prima de la pintura pop, que estaba siendo inventada más o menos por los mismos años en que los Beatles componían sus primeros éxitos. Una buena canción, la haya compuesto Cole Porter o Paul McCartney, ha de contener una parte de trivialidad y otra de maravilla, pues es preciso que capture la vibración inmediata del tiempo presente, el aturdimiento de los actos diarios, su pura fugacidad, y que a la vez tenga la virtud de resonar en la memoria, como si recién oída ya nos pareciera que la recordamos de muchos años atrás.
El tiempo perdido, al que tantos volúmenes de literatura suelen dedicarse, donde se encuentra atesorado en estado más puro no es en los libros, sino en la maravilla trivial de una canción o de un perfume, en los tres minutos que tarda Ella Fitzgerald en cantar “The man I love” y en las décimas de segundo que dura la percepción de una cierta colonia y que sin embargo pueden contener en el relámpago instantáneo de su brevedad meses o años enteros de la vida pasada.
Una canción nos gusta cuando nos procura un simulacro de nostalgia. En 1962, mientras los Beatles grababan “Love me do”, en las radios con tamaño y dignidad de muebles que nuestras madres cubrían con pañitos, a quien nosotros oíamos era a Pepe Marchena, a Joselito y a Manolo Escobar, de modo que no podemos saber cómo fue la novedad absoluta de aquellas canciones, qué impresión haría su limpio descaro, la maravilla cristalina de su trivialidad, su elogio abierto de la dicha, cómo sería oírlas no ya en la Inglaterra hortera y laborista de los primeros sesenta, sino en la España torva del franquismo. Como muchas personas de mi generación, yo empecé a aficionarme a los Beatles cuando ya estaban separados, así que mis arrebatos de modernidad me conducían al anacronismo, lo cual, si se para uno a pensarlo, es una paradoja muy española. Los Beatles, desde la primera vez que uno los oía, lo que le provocaban era nostalgia, y no sólo en canciones tan delicadamente tristes como “Yesterday” o “Eleanor Rigby”, sino también en las más joviales y enérgicas, que parecen celebrar siempre una felicidad de hace mucho tiempo. Es posible que al oír la cinta que le prestó María Kodama Borges pensara de las canciones de los Beatles lo mismo que había escrito de la lluvia: que sucede siempre en el pasado.
Los Beatles son ahora lo más moderno y lo más sepia, el número uno de las listas de venta de música pop y un yacimiento formidable de tiempo fósil y nostalgia que no parece que vaya a agotarse nunca, y que prodiga a sus administradores ríos de oro tan feraces como los yacimientos de coníferas fósiles y los magnates del petróleo. En Nueva York se celebra el trigésimo aniversario de la primera llegada de los Beatles a América, y los periódicos recogen devotamente los testimonios del chófer de la primera limousine a la que subieron y del barman que los atendió en el hotel Plaza. En Inglaterra se anuncia el descubrimiento de algunas inéditas con titulares de primera página, con una expectación de hallazgo arqueológico: dentro de poco el pasado se habrá vuelto porvenir acuciante, y podremos oír a los Beatles de 1960 cantando “Summertime” con una rabia y una. ingenuidad de adolescentes en sus voces, y adquirir así otro recuerdo falso, otra ocasión de nostalgia inventada que compartiremos sin apuro con quienes nacieron veinte años después que nosotros.
Ahora mismo, igual que hace 20 años, se especula sobre la vuelta de los Beatles, a pesar de que John Lennon lleve muerto más de una década, y se asegura que cada uno de los tres supervivientes puede cobrar 20 millones de libras por tocar de nuevo con los otros. Ha habido siempre como un sebastianismo de los Beatles, una leyenda de su posible regreso que se parece a la del rey don Sebastián y a la del rey Arturo, y también a la de Jim Morrison, de quien se dijo que su tumba en el Père Lachaise de París estaba vacía o tal vez ocupada por el cadáver de un impostor. Ahora, como en los cuatro o cinco años. fulgurantes en que grabaron y tocaron juntos algunas de las canciones más memorables de estos tiempos, el oro de los Beatles es un resplandor de melancolía y de mercadotecnia, una trepidación industrial de cadena de montaje y una dulzura triste de recuerdos que hubiéramos querido poseer. Quién sabe qué secretos estremecimientos de maravilla y de gozosa trivialidad provocaron en Borges esas canciones, en qué lugares de su memoria ya casi póstuma de anciano y de ciego resonaron de pronto como si hubiera pasado su vida entera escuchándolas.
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Artículo publicado en Babelia en 16 de febrero de 1994.
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