Vi por primera vez a Enrique
González Rojo a mediados de los años setenta, en el Palacio de Bellas Artes. En
la oscura cavidad del teatro, observé con detenimiento al poeta: un hombre
elegante, con la barba canónica del sabio, concentrado en la música que, a
todas luces, comprendía mejor que yo. Sabía de su militancia en la izquierda y
me sorprendió su sofisticado aspecto de hombre de mundo.
Tiempo después lo encontré en
un escenario distinto: un aula de la UAM-Iztapalapa. Corría 1976 y nuestra
Universidad tenía el aire esperanzador de lo que apenas comienza. Sobraban
salones y faltaban alumnos.
También en clase, González
Rojo vestía como conocedor de ópera: traje, chaleco y corbata. Nos saludó con
una sonrisa cordialísima y empezó a hablar de las corrientes del pensamiento.
El poeta de Para
deletrear el infinito era además un pensador de impecable
rigor expositivo. Desde la clase inicial, tuvimos el raro privilegio de asistir
a un hechizo educativo. No había forma de ignorar una palabra de ese impecable
tejido verbal.
González Rojo nos reveló las
tres condiciones indiscutibles del gran maestro. La primera consistía en
moverse con solvencia en su campo. Su cátedra era precisa, informativa; se
sustentaba en una cuidada urdimbre de citas y datos positivos.
El segundo registro, más
difícil de practicar, dependía de la destreza expositiva. La pedagogía tiene
algo de dramaturgia. Sin el menor exceso histriónico, como quien conversa en
una tertulia, el maestro se adentraba en los temas más abstrusos del
pensamiento, haciéndolos no sólo comprensibles sino apasionantes. Hubo
ocasiones en que aplaudimos en clase, entregados a ese espectáculo de la
inteligencia en que González Rojo daba voz a Kant, Hegel, Fourier y Marx.
La tercera cualidad era su
interpretación personal de las ideas. Estábamos ante un divulgador ejemplar,
que dotaba de inusitada claridad a las antinomias kantianas, pero también ante
un intelectual que analizaba por cuenta propia.
La interpretación depende de
la subjetividad; resulta imposible estar de acuerdo en todo. González Rojo nos
enseñó los favores de la discrepancia. Cuando un alumno no estaba de acuerdo
con él, lo escuchaba sin dejar de sonreír, alentándolo a mejorar su crítica.
Sus ideas eran radicales en el sentido etimológico del término (iban a la raíz
del asunto); hablaba con emoción de la última "tesis sobre Feuerbach"
de Karl Marx ("Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo, lo
que hace falta es transformarlo"), convencido de la misión emancipadora
del pensamiento.
Sus clases fueron sede de la
rebeldía y la tolerancia. El método de sus cursos fue más relevante que el
temario: aprendimos a pensar.
El pasado 30 de marzo, el
poeta y filósofo recibió el doctorado honoris causa de la UAM. Fue saludado con
una ovación que resumía los afectos cosechados en décadas de militancia,
magisterio y literatura. Más significativa aún fue la ovación que siguió a sus
palabras.
González Rojo reflexionó sobre
el sentido profundo de la docencia. Como hace cuarenta años, saqué mi libreta y
tomé apuntes. El autor de Salir del laberinto criticó
la reforma educativa del gobierno de Peña Nieto como un simple ajuste laboral y
reivindicó la educación como un proceso que atañe al individuo y a la
comunidad. ¿A quién se dirige la función docente? El cometido principal del
conocimiento es crear ciudadanos críticos y libres.
En tiempos que privilegian las
ciencias y las tecnologías como instrumentos del mercado, destacó la relevancia
de las humanidades, donde el catedrático no es un dueño de la verdad, sino un
incitador a que los otros piensen. Toda enseñanza genuina es autoaprendizaje.
Mientras lo oíamos, una
paradoja cristalizaba en el ambiente. El virtuoso de la argumentación pedía que
los demás se expresaran a su modo. Facultado para guiarnos, invitaba a pensar y
discrepar.
En su extenso poema
Empédocles, González Rojo narra cómo el filósofo enseñó a su discípulo
Pausanias a no temerle a los resplandores: "Déjame poner las manos en tus
ojos/ para que la luz,/ y su extranjería de ultratumba,/ no los cohíba".
El gran maestro no se limita a mostrar lo que ve, permite que el alumno abra
los ojos.
El más reciente doctor honoris
causa de la UAM ha dedicado su vida a esa insustituible hazaña.
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