miércoles, 27 de julio de 2016

Libros al azar - Gabriel Zaid


Deshacerse de un libro ya leído parece ingrato, si gustó. Más aún si fue un regalo y está dedicado. Además, cancela la oportunidad de releerlo, aunque sea remota. O de prestarlo. Si el libro no gustó, o ni siquiera fue leído, todo se simplifica. O se complica.

Muy poca gente se deshace de los libros que ya leyó (o que ya no leyó), porque es problemático. Empezando por la indecisión y los escrúpulos que pueden cancelar el intento, como lo cuenta socarronamente Augusto Monterroso en “Cómo me deshice de 500 libros” (Movimiento perpetuo). Venderlos (por lo que hace al dinero) es casi como regalarlos, que es preferible, si existe para el caso el destinatario perfecto y el regalo no es impertinente. Pero no es tan sencillo hacer llegar el libro adecuado al destinatario adecuado en el momento adecuado. Es como volver al problema original de publicarlo y distribuirlo.

Ron Hornbaker inventó un sistema de reparto poético: BookCrossing. Transforma los escrúpulos en creatividad para deshacerse de los libros, poniéndolos en manos del azar. Consiste en dejar abandonado el libro en la banca de un parque, por ejemplo. Lo que transformó el sistema en un club de lectores fue la creación de un portal electrónico donde es posible registrarse, registrar el libro liberado (set free) y el lugar aproximado donde se dejó. También permite que la persona que encuentre el libro se registre y diga si lo leyó, qué le pareció y si va a ponerlo nuevamente en circulación o prefiere conservarlo.

La mayor parte de los libros repartidos por BookCrossing desaparece sin más, pero muchos (entre el 10% y el 25%, según las ciudades y países) dan origen a registros, comentarios en blogues y hasta reuniones. Los lectores registrados en todo el mundo ya van para el millón y los libros registrados andan por los seis millones. Hay clubes en México (www.libroslibres.com.mx), España (www.bookcrossing.es), Argentina (www.bookcrossing.com.ar) y muchos otros países.

La idea recuerda la botella lanzada al mar con la esperanza de que alguien lea el mensaje. Y tiene cierto parecido con el proceso editorial normal.

Es posible que el original de un libro no entusiasme a las personas de confianza del autor, y se desanime. Es posible que se anime a publicarlo y no encuentre manera de proponérselo a un editor. Es posible que lo proponga y el editor lo rechace sin más, o después de someterlo a un comité dictaminador. Es posible que el dictamen sea favorable, pero haya un largo tiempo de espera en el que todo puede pasar. Es posible que, por fin, se publique, pero pocos libreros quieran en tenerlo. Es posible que lo tengan donde nadie lo ve. Es posible que nadie publique una reseña, o peor aún: que sea desfavorable. Es posible que sea favorable, pero pocos lectores se animen a comprarlo. Es posible que vayan a comprarlo, pero les digan que todavía no sale, que ya se agotó o, simplemente, que no lo tienen, aunque esté por ahí. Es posible que lleguen a tenerlo en las manos, pero dejen la compra para después. Es posible que un lector lo compre o se lo regalen, pero no tenga tiempo de leerlo. Es posible que un día, accidentalmente, al hojearlo, lea una frase notable que lo detenga, siga leyendo y así descubra un libro que tiene algo que decirle.

Que el público natural de un libro llegue a saber que existe y dónde se consigue no es fácil ni barato. Las editoriales, librerías y bibliotecas están llenas de libros de especial interés para lectores que nunca se enteraron o que los descubrieron muchos años después.

Con un presupuesto, digamos, del 4% sobre ventas para gastos de promoción y publicidad, ¿qué puede hacer un editor? En un libro cuyo público natural es de 3,000 ejemplares, casi nada. El presupuesto disponible equivale a 120 ejemplares, lo cual alcanza para hacer envíos de cortesía y boletines de prensa (muy bien pensados) a una lista de personas (muy bien estudiada), según el libro de que se trate.

Publicitariamente, las opciones son nulas, aunque esta realidad enfurece a los autores dispuestos a proceder antieconómicamente: gastando de su propio bolsillo más de lo que van a recibir como regalías, con muy escasos resultados (si el propósito es vender ejemplares, no tener la satisfacción de verse anunciado).

En algunos casos, con cierta habilidad, es posible que el autor o el libro se conviertan en noticia y así reciban gratis algo de publicidad. Pero los gastos de viaje y agasajos en la presentación de un libro pueden sumar cantidades importantes, aunque las crónicas y las fotos sean gratuitas. Un libro que venda 30,000 ejemplares da presupuesto para eso, pero no tantos libros tienen un público natural de ese tamaño. Y, desde luego, ningún libro tiene la demanda potencial necesaria para justificar una campaña de anuncios en televisión. Un comercial de veinte segundos triple A en televisión que salga una sola vez (lo cual no sirve para nada) cuesta más que mil ejemplares de casi cualquier libro.

En 1936, Gone with the wind de Margaret Mitchell (en la cual se basa la película Lo que el viento se llevó) se convirtió en la primera novela que vendió un millón de ejemplares en un año. La novelista Alexandra Ripley batió ese récord escribiendo una continuación (Scarlett) que vendió 2.2 millones en los últimos cien días de 1991. Fue “la novela más rápidamente vendida de todos los tiempos y la más rápidamente olvidada” (Michael Korda, Making the list. A cultural history of the American bestseller, 1900-1999). Este máximo histórico promedió 22,000 ejemplares diarios, 154,000 por semana. Pero, según John Tebbel (Between covers: The rise and transformation of American book publishing), por entonces había en los Estados Unidos “más de 100,000 puntos de venta de libros: librerías, supermercados y puestos de periódicos”. Lo cual quiere decir (restando clubes de libros, ventas por correo, exportación) que las ventas por punto de venta en esos cien días extraordinarios alcanzaron un máximo histórico de un ejemplar por semana.

Si Scarlett hubiese vendido la décima parte (220,000 ejemplares), no dejaría de ser un bestseller, con ventas de un ejemplar cada diez semanas por punto de venta. Y en el caso de haber vendido la centésima parte (22,000 ejemplares), que sería impresionante para una novela de vanguardia, la venta promedio por punto se reduciría a un ejemplar cada dos años. Claro que una novela de vanguardia no sería aceptada en 100,000 puntos (lo cual, por otra parte, exigiría imprimir cuando menos 100,000 ejemplares para vender 22,000), y que tampoco esperarían dos años para vender un ejemplar: lo devolverían rápidamente. Y claro que ningún editor imprimiría 100,000 ejemplares de una novela de vanguardia, para recibirlos casi todos devueltos y enviarlos al picadero. Si es conservador, imprimiría 1,000; y si es optimista 3,000. O sea que, en el supuesto optimista, la novela no estaría en el 97% o más de los puntos de venta.

Por eso la distribución es caótica: porque no puede ser exhaustiva y porque no es tan fácil adivinar dónde ni cuándo va a llegar el posible comprador. En cada uno de los puntos de venta, la demanda es mínima y sumamente aleatoria. Las ventas normales no llegan ni remotamente al máximo histórico (un ejemplar por semana, en promedio). Aun limitándose a distribuir en librerías, no es fácil estudiar una por una, apostar y atinar: tener el libro esperando precisamente en el lugar y momento ideales para el lector que lo busque o lo descubra. No es fácil adivinar en dónde sí y en dónde no va a producirse el encuentro feliz para el lector, para el librero y para el editor.

Es imposible que todos los libros estén en todos los puntos de venta. En la práctica, se coloca un ejemplar aquí, ninguno allá y varios en algunos puntos excepcionales. Se duda en resurtir el que se vendió o en conservar el que no se ha vendido y puede devolverse al editor. Se multiplican estas decisiones de editores, distribuidores y libreros para miles de títulos en todos los puntos de venta y se acaba en la situación normal: un desastre. Aquí hay un ejemplar que no encuentra a su lector, allá un lector que no encuentra su libro. Las editoriales, librerías y bibliotecas están repletas de libros que nadie pide, y los libros que llegan a pedirles son precisamente los que no tienen.


Publicar un libro es casi como dejarlo abandonado en la banca de un parque y esperar un milagro. ~

Publicado el Letras Libres en diciembre de 2009

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