martes, 30 de agosto de 2011

Agenda de bolsillo: efemérides literarias del mes de septiembre

Fechas importantes este mes para el mundo de la literatura

3 de septiembre de 1940: nace Eduardo Galeano, gran escritor uruguayo.Seguramente lo conoces por "Las venas abiertas de América Latina".

14 de septiembre de 1920: nace Mario Benedetti... ¿hace falta decir algo? un gigante de la poesía latinoamericana.

15 de septembre de 1891: nace Ágatha Christie, una máquina de best sellers. Seguro la conoces por Muerte en el Nilo o El misterioso caso de Styles.

15 de septiembre de 1914: nace Adolfo Bioy Casares, mejor conocido por ser el mejor amigo de Borges, pero fue un gran exponente de la literatura fantástica. El sueño de los héroes, su mejor novela.

21 de septiembre de 1918: nace Juan José Arreola, genio del realismo mágico mexicano. en este blos somos fans.

24 de septiembre de 1956: nace Juan Villoro, gigante de la literatura mexicana actual. En este blog somos fans,

29 de septiembre de 1547: nace Miguel de Cervantes, considerado la máxima figura de la literatura en español. Escribió Don Quijote de la mancha... ¿algo más?

30 de septiembre de 1924: nace Truman Capote, periodista y escritor esatounidense. Seguro te suena A sangre fría.

viernes, 26 de agosto de 2011

Still life - The Horrors

Llámenle como quieran: post-punk o garage rock. Para mi Skying, el tercer album de esta banda inglesa es una maravilla. Destaca el primer sencillo: Still life, mismo que aquí les dejo para su fin de semana musical:


martes, 23 de agosto de 2011

¿Por qué soy Borges? - Juan Villoro (Letras libres, Enero 2003)



Participé en Cosmópolis, festival que aspira a condensar las aventuras de la palabra al modo de un aleph. En mi mesa, el tema volvió a ser Borges. Glosé como pude el espléndido ensayo de Alan Pauls, "Segunda mano", donde recuerda al oscuro Ramón Doll, quien describió a Borges como un ensayista parasitario, capaz de repetir textos ajenos como si nunca hubieran sido publicados. Esta descalificación abrió el paso al creador de ficciones: "Borges no rechaza la condena de Doll sino que la convierte —la revierte— en un programa artístico propio", escribe Pauls. Cinco años después de recibir ese ataque, publica su primer cuento, "Pierre Menard, autor del Quijote". Ahí, la reiteración se convierte en principio creativo por obra del contexto; no es lo mismo concebir un libro en el Siglo de Oro que recuperarlo línea por línea en el presente como un virtuoso anacronismo.
     En 1933 Borges recibió de su adversario el impecable puñal de su defensa. En la Nochebuena de 1938 perdió el conocimiento a causa de un golpe en la cabeza y trató de escribir algo distinto para no deprimirse en exceso de sus posibles daños cerebrales si fracasaba con un poema o un ensayo, géneros que dominaba por entonces. Aunque había escrito una imaginaria reseña de libros, "El acercamiento a Almotásim", y había trastocado datos de biografías reales en Historia universal de la infamia, "Pierre Menard" significó el decisivo debut como cuentista y la consolidación de una estética donde la originalidad es derivada, dependiente de un modelo. No es extraño que el duelo, ya sea entre cuchilleros o en forma de discusión teórica, forme parte esencial del repertorio borgeano, ni que las categorías de víctima y verdugo o héroe y traidor sean a menudo intercambiables.
     Fui la segunda voz de Alan Pauls hasta llegar a las preguntas. Un hombre de unos ochenta años salió de su aparente letargo: "¿Por qué soy Borges?", preguntó. Creímos no haber entendido. Él insistió; se apellidaba Borges, había visto su nombre en una biblioteca, pero no sabía qué pudiera tener de excepcional. "¿Quién es él?", dijo, tocándose la corbata púrpura. "Un chiflado", me dijo al oído mi vecino de mesa. Las urgencias del festival y el despiste de aquel señor hicieron que el diálogo se interrumpiera. Le sugerí entonces que viéramos la exposición "Borges y Buenos Aires", que se exhibía ahí mismo.
     El hombre llevaba una bolsa de tela, en apariencia pesada, pero no me dejó cargarla. Vio varias veces su reloj, como si quisiera cerciorarse de que el tiempo avanzaba. Le pregunté de dónde eran sus padres. "De Mondoñedo, ¡¿de dónde van a ser?!", me miró con sorpresa. Le dije que allí nació Cunqueiro. Él no lo sabía o no le interesaba.
     La exposición contaba con un dispositivo óptico fascinante. Todo estaba a oscuras y las vitrinas sólo permitían enfocar un manuscrito a la vez (lo demás se sumía en inmediata ceguera). Dos textos llamaron la atención de Borges, "La postulación de la realidad" y "Penúltima versión de la realidad". "Se repite", sonrió, como si descubriera un defecto. Minutos después le recordé aquellos títulos paralelos. Los había olvidado.
     Ignoro lo que mi acompañante registró en la visita. Vio a Borges en un documental, un rostro parlante que ocupaba una casilla en un tablero de ajedrez y desaparecía para resurgir en otra casilla. En una pared había una frase sobre el texto definitivo, atributo de la religión o del cansancio. "Me duelen las piernas", dijo Borges.
     Me pidió que lo acompañara a su casa. Dio su dirección sin problemas al taxista, hizo algún comentario sobre la iluminación navideña, me preguntó si me gustaba el pulpo a feira. Un anciano sin otra singularidad que la de ignorar la relación de un escritor con su apellido.
     Vivía en la parte baja del Ensanche, no muy lejos de donde nos habíamos encontrado; sin embargo, parecía extenuado por el trayecto. Aun así, impidió que lo ayudara con la bolsa de tela. Subimos al piso principal. Nos abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años fornidos. El olor de un guiso mejoraba el ambiente. La mujer me trató con naturalidad, como si fuera común que su patrón llegara ahí con desconocidos. Me pidió que pasara "a la salita". Lo que vi me dejó perplejo: seis o siete ejemplares de las Obras completas, publicadas por Emecé, numerosos volúmenes sueltos, todos de Borges, recortes de periódico de la juventud en Ginebra y las famosos fotos del ciego sonriente. "Se olvida de todo pero no del aceite", dijo la mujer, muy contenta. Sacó tres frascos de la bolsa de tela. El aceite de oliva se llamaba Borges.
     Cada tanto tiempo, me explicó la mujer, su patrón llegaba con datos de su tocayo. Pero había sufrido un golpe en la cabeza y no podía fijar recuerdos recientes. Cuando volvía a salir, ignoraba quién era Borges. Estaba ante la contrafigura de Funes el memorioso, una copia vacía, siempre a punto de ocurrir, un borrador al que no llegaba la intención de la segunda mano.
     El encuentro ocurrió, palabra por palabra, tal como lo refiero, y sin embargo regresa a mí con la irritante sensación de algo leído y recordado con intensidad y descuido. La realidad, que ignora lo verosímil, calca en forma burda los procedimientos borgeanos. La descripción literal de este episodio parece una falsificación o un pastiche. "Los años multiplican sin cansarse las figuras del parásito", comenta Alan Pauls. Eso, y no otra cosa, es la cosmópolis posterior a Borges: un caos de dobles que buscan su original en un texto. ~

Ajedrez - Jorge Luis Borges


En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y lo blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta a su albedrío y su jornada
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Que dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

El Sur - Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Mañana me despertare en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario. Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado. Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann. perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches; como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió. Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

lunes, 22 de agosto de 2011

Las musas de Picasso



El alemán Daniel-Henry Kahnweiler, uno de los más extraordinarios conocedores de arte del siglo XX y el marchante más apasionado de Picasso, comentó respecto de la obra del artista lo siguiente: “Sus objetos son sus amados; nunca ha pintado un objeto con el que no mantuviera una relación emocional”. Y un ejemplo claro de la anterior afirmación es la relación de Picasso con las mujeres, la cual siempre fue un elemento importante en su arte. Sus relaciones amorosas quedaron plasmadas en numerosas obras; y el aspecto que presentan está directamente relacionado con las distintas épocas de su obra, dado que constituían su fuente de inspiración.

La primera de ellas fue Fernande Olivier, a quien conoció en 1904 cuando se instaló en París. En aquella mujer encontró una amante y compañera que le aportó serenidad a su vida, compartieron su pequeño estudio del Bateau-Lavoir durante seis años y, por supuesto, ella posaba para él. A la producción del artista durante este período se le conoce como la Época rosa (1905-1906).

Hacia 1911 su relación empezó a enfriarse cuando el artista conoció a Marcelle Humbert, a quien él llamaba Eva; enseguida se enamoró de la dama y al año siguiente se instalaron en una casa en Montparnasse. Sin embargo, la joven murió de tuberculosis en diciembre de 1915. Picasso no hizo ningún retrato de Eva, pero sus obras de la Época cubista incluyen declaraciones de su amor a “Ma Jolie”, como también la llamaba. Un ejemplo de esto es el cuadro del Violín (1912), donde pintó una partitura titulada Jolie Eva.

En 1917, durante su viaje a Italia para la preparación del ballet Parade, conoció a la bailarina rusa Olga Koklova con quien al año siguiente contrajo matrimonio en París, bajo el rito ortodoxo ruso. De ese matrimonio, y ya para 1921, nació su hijo Paul. La esposa introdujo a Picasso en la alta sociedad; no obstante, su insistencia en mantener el estilo de vida de la clase rica parisina chocaba con la tendencia bohemia de Picasso, por lo que ambos vivían en un estado constante de fricción.

En 1927, frente a las galerías La fayette, el artista conoció a Marie-Thérèse Walter de 17 años, la que pronto se convirtió en su amante y en la modelo de sus retratos más sensuales. Ninguna otra mujer inspiró al pintor unos retratos tan íntimos y emotivos, de hecho nunca volvió a representar a nadie de un modo tan sensual y sereno como lo hizo con ella.
A pesar de su apasionada relación con Marie-Thérèse, el pintor no se separó de Olga hasta 1935, cuando nació Maya, la hija de éste y la joven amante que vivió con la vana esperanza de que Picasso podría un día casarse con ella; empero éste no quiso divorciarse de Olga, en razón de que la ley francesa dictaba la división de propiedad, la cual él no quería compartir, por lo que permanecieron casados hasta que ella murió en 1955.

Entre 1937 y 1946 empieza un período de horror dominado por la violencia, el miedo y la muerte, los trabajos de Picasso en aquellos años están claramente influenciados por las catástrofes políticas y personales: la Guerra civil española se reduce con el cruel bombardeo de la ciudad de Guernica, al que el célebre creador responde con el más famoso de todos sus cuadros que pintó en pocas semanas. La joven fotógrafa yugoslava Dora Maar registró con su cámara las diversas fases de esta obra y se convirtió en la modelo habitual y amante del artista.

Marie-Thérèse se puso celosa cuando Picasso comenzó a enamorarse de Dora Maar. En una ocasión las dos se encontraron accidentalmente en el estudio de Picasso y éste les preguntó que por qué no peleaban por él; enseguida las damas comenzaron a pelear mientras éste se divertía con la escena. Como todas las mujeres en su vida, Dora fue cruelmente abusada por el narcisismo del maestro.

Después de la liberación de París en 1944, Picasso comenzó una relación con una joven pintora Francoise Gilot, ella tenía 27 años y el 61. La pareja se estableció en el sur de Francia y fruto de esa relación nació Claude en 1947 y Paloma en 1949. Pese a esto, Francoise dejó al artista a causa de sus constantes desavenencias e infidelidades y regresó a París con sus dos hijos, siendo la única compañera que lo abandonó por decisión propia.

Picasso atravesó un periodo difícil después del abandono de Gilot, por su percepción de ser un viejo, ya en sus 70’s. No hubo más atractivo para las mujeres, sobretodo para las jóvenes, situación reflejada en sus dibujos que representaban personajes enanos, viejos y grotescos.

Pero no pasó mucho tiempo y Picasso encontró a otra amante en la persona de Jacqueline Roque, quien trabajaba en la alfarería Madoura, donde el artista creaba y pintaba cerámica. Se casaron en 1961 y su matrimonio fue además la oportunidad para vengarse de Gilot por su abandono. Esta última buscó afanosamente los medios legales para legitimizar a Claude y Paloma como hijos de Picasso y éste la alentó a divorciarse de su entonces esposo Luc Simon para casarse con el artista y así asegurar los derechos de sus hijos; entonces Picasso se casó secretamente con Roque después de que Gilot había presentado su divorcio.

En 1986 Jacqueline se quitó la vida después de haber administrado el patrimonio del reconocido pintor.
Como se aprecia, la relación profunda y a menudo dependiente de las mujeres con el artista no se puede separar de su arte, ya que su gran egolatría le llevó a crear obras increíbles. En una ocasión Gilot comentó lo siguiente: “Las mujeres que en algún momento compartieron su vida con él tenían que emitir alguna débil señal de placer y de dolor y hacer algún movimiento... para demostrar que todavía les quedaba un hálito de vida, de esa vida que pendía de un hilo y cuyo extremo opuesto él sostenía en la mano”. De cualquier forma estas mujeres se convirtieron en valiosas modelos y fuente de inspiración a quienes Picasso transformó en arte.

martes, 2 de agosto de 2011

Agenda de bolsillo: efemérides literarias del mes de agosto

Este mes festejamos a dos genios de la literatura latinoamericana, a un afamadísimo escritor estadounidense y a una de las caricaturas más sexys de la historia:

8 de agosto de 1930: Aparece por primera vez Betty Boop, la caricatura más sexy de la historia de la humanidad.
16 de agosto de 1920: nace Charles Bukowski, el poeta maldito
20 de agosto de 1890: nace Howard Phillips Lovecraft. Seguramente lo conoces por la "Historia del Necronomicón"
24 de agosto de 1899: nace Jorge Luis Borges. ¿Hace falta decir algo? El mejor escritor en cualquier idioma de la historia de la humanidad. En este blog somos fans.
26 de agosto de 1914: nace Julio Cortazar. El Cronopio mayor. Un escritor fuera de este mundo. ¿Hace falta decir que en en este blog somos fans?